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Tots tenim ales

A Capítulo I: A de Alimaña

A Todas.

Llegó con la Luna llena, la del gusano.

A. no estaba del todo presente, podría decirse que había caído presa de un hechizo o de una hipnosis. Dependiendo del siglo en el que se decida leer estas líneas.

No confiéis en el avance del tiempo, cambian las ropas pero no las modas. Distintos peinados cubriendo las mismas ideas añejas y polvorientas que sustentan la esclavitud, las cazas de brujas y el capitalismo vacío.

A. dormía en sus adentros, mientras su cuerpo se quemaba a merced de este encantamiento impalpable, indemostrable. Pero dicen que el amor verdadero rompe todo hechizo, y no hay más veraz amor que el que une a cada A. con el resto.

Así que en medio de ese sueño, llegó el beso. Con la fuerza de la ola que golpea la roca, llegó a ella la sensación de que ese era el momento preciso. Con la delicadeza de la gota de rocío que precipita de una hoja tierna, resbalando vagamente hasta catapultar la punta…plop, llegó a ella esa sensación.

La serenidad absoluta abrazando la potencia de un caballo libre.

Abrazándola sin contenerla. Abriendo un vasto espacio silencioso en el que esta fuerza pudiera mantenerse erguida, intocable, inquebrantable. Esta serenidad fría vino a rescatar su cuerpo en llamas, y, sin apagarlas, las tornó de un violeta azulado.

Los susurros caben por donde los gritos rebotan.

El andar de A. se fragmentó, y cada paso se volvió un abrazo a la Tierra. Un pie. El otro pie. Su columna recta, su respiración consciente, su mirada a medio párpado. Todo en ella había cambiado.

Se podría resumir en actitud, toma de tierra o despertar. Todavía no sabía muy bien dónde estaba. Andaba por un pasillo apagando las luces a su paso. No podía comprender del todo qué había estado haciendo todo este tiempo que anduvo adormilada. Pero tampoco le hacía falta. Sólo sabía que apagar la luces y acunar silencio era lo mejor y lo último que le quedaba por hacer.

Sí, seguramente siempre dejamos la mejor opción para el último intento, cuando hemos gastado ya todas las flechas sin pararnos a apuntar. El pasillo por el que andaba A. terminaba en una puerta acristalada que llevaba al bosque.

Era noche de luna llena. La del gusano. Y la primavera había llegado para romper el frío suelo con cada uno de sus brotes. La enormidad yacía confinada en la menudencia de cada brote. Ya sólo quedaba esperar al tiempo.

A. siguió andando hasta el bosque que la esperaba más allá de la puerta, en el que la claridad de la Luna era la única luz, y esa era la luz que nadie, ni tan siquiera ella, iba a apagar.

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Autor Anders Norén