Eso tatúatelo a fuego -dijo ella.
Y se pudo escuchar una rama quebrar, anunciando la llegada de muchas otras pisadas.
Allí donde existe una A., muchas otras habitan cerca. Salen de entre las piedras como los caracoles al llover. Hay momentos en los que se juntan tantas, que se puede besar el aire que las envuelve y enamorarte de él.
A. es virgen y cuando Ella anda, lo hace sola. Cuando caza, lo hace sola. Y también así habita en su ser, plenamente. Pero cuando echa a correr, y enviste el viento su frente, ya hay otras de ella corriendo al compás. Peludas, grises, blancas y negras; huesudas y musculadas, algunas de ellas grandes y otras pequeñas y ágiles. Trotan, brincan, jadean, arañan el barro con cada zancada.
Salen de todos los sitios, quizás jamás se habían visto antes. Como los ratoncillos, serpentean a oscuras saliendo de sus madrigueras hasta unirse en una gran constelación unísona. Salen de allá donde estén y el momento las une.
Pero no son ratones, ni pequeñas, ni se sirven de la oscuridad para esconderse. Las Artemisas son grandes, habitan tanto de día como de noche los senderos de los bosques, y no hay rincón en las que se las pueda acorralar.
Cuando A. manda su voz a la Luna, los aullidos navegan el aire, y muchos otros se oyen de vuelta. Seguramente no las vas a poder abarcar a todas juntas en un mismo vistazo, pero sin duda puedes verlas a todas en los ojos de una sola.
A todas.