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D Capítulo II: D de Decidir

Una vez los ojos de D. fueron, de nuevo o no, sensibles al caos; pudieron sus manos empezar a moverse en pro de su propio orden, el de su casa, el de su hogar.

Como cuando se sale de una meditación, D. empezó por sus dedos. Los articuló ligeramente, los de las manos y los de los pies, dentro de sus zapatos. Después, muñecas y tobillos. Poco a poco, codos y rodillas, brazos y piernas. Sus ropas se iban sacudiendo de migas y polvo, de bichos y gatos, de besos y abrazos. Y también, de sueños y tratos.

En el momento en que pudo levantarse y ver más allá de donde su vista alcanzaba al estar sentada, pudo apreciar el caos en su, casi, totalidad. Desde sus pies hasta los zócalos de las paredes, subiendo las verticales hasta las esquinas del techo donde las arañas moran. Polvo, serrín, comida, ropa, trastos. Por dónde empezar?

Decidir es el primer paso para reflotar el orden que se esconde bajo cualquier caos. Decidir es desgranar, priorizar, tirar de ese hilo enclenque que quedó en la superficie, olvidado pero estoico, y que sigue unido al fondo que queremos rescatar.

D. se propuso desgranar, y anduvo hasta una ventana, sorteando obstáculos aquí y allá. Dos grandes tablas de madera oscura tapaban la luz que el Sol intentaba mandar desde fuera, sin éxito hasta entonces. Un par de esfuerzos y chirridos dejaron entrar millones de rayos de luz en la habitación dejando ver la típica imagen del polvo en suspensión bailando el aire estancado del salón.

Junto con los fotones, pequeñas sensaciones incómodas surgieron, diminutas y volátiles, pero en jauría. Una suma de pequeñas sensaciones incómodas que rodearon a D. de malestar y duda por unos momentos. Quizá por eso las persianas estaban echadas. La luz traía algo que, aunque le era familiar, la incomodaba sobremanera.

Aún incómoda, D. ya tenía luz, ahora le hacía falta aire.

La ventana costó más de abrir que el porticón. Al fin y al cabo, la luz se deja entrar fácil, pero el aire es algo que entra y sale. Acoger era el punto fuerte de D., según su naturaleza. Soltar… soltar dependería de su aprendizaje.

En el momento preciso en el que D. se propuso abrir el ventanal, le pareció ver algo a través de los cristales, medio empañados y sucios del todo. Se quitó sus ropas y con ellas lavó un espacio circular en el cristal. Dos mujeres venían andando hacia su puerta, dos viejas amigas que, sin duda, venían a ayudar a D. a ordenar y desgranar.

Artemisa y Hestia.

La primera abrió la puerta y la segunda se puso a limpiar.

 

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Autor Anders Norén