Año 35, día 1 y balance a 0.
Mi 2024 huele a aprendizaje sobre el equilibrio y la indisociabilidad de los polos opuestos en todo. No llevábamos más de medio día y, en el lugar de una envidiable resaca, me levanté con una recién llegada a la vida entre mis sábanas y una muerte por gestionar en mis llamadas perdidas.
Enciendo un poco de salvia y respiro lo que mi hija mayor dice que es su olor favorito en el mundo.
Me transporta a un momento de mi vida muy difícil y muy bonito; en el que me di cuenta de que había dejado de existir y empecé a ser yo. Moría y renacía al mismo tiempo cada día. La indisociabilidad de los polos, la belleza del equilibrio desromantizado y crudo, que se asemeja mucho más a la locura que a la iluminación. El tambaleo corporal acelerado que no podemos evitar al andar la cuerda floja o el puente colgante.
Fue un momento descarnado, corporal, desmesuradamente sincero y desprovisto de deberías y formalismos sociales. Fue un momento brujo, como el que se dice de los bebes al caer la noche cuando, supuestamente, lloran más y sin razón al no encontrar en el ritmo adulto un consuelo que responda a su necesidad animal de descanso y de retiro con el sol. Lo que más adelante llamaremos depresión e intentaremos mitigar con medicación, manteniendo la causa real silenciada entre las voces de cada vez mayores minorias: el desajuste del sistema ante las neccesidades humanas, enmascarado de responsabilidad propia o incluso de indefensión heredada.
Ambas, maternidad y duelo, te mandan a una cueva oscura y rica en la que solo cabes tú y una parte de otro que todavía vive en ti.
Nada es, en realidad, políticamente correcto en este momento vital dentro del paradigma actual de maquillaje y drama. Se necesita una cueva húmeda y oscura para fraguar todas las emociones en ella; para, sin juicio, andar cada paso y vivir cada instante tal como a uno le llega, desde dentro hacia fuera. Y por eso, en el retiro de los locos y las brujas, una encuentra de nuevo sus huesos esparcidos, esperando remontar.
A ratos sólo hay vacío, en esta cueva grande y honda. A ratos el abrazo negro de la soledad es el mejor compañero que existe. Inevitablemente, un torbellino de voces se cuela por entre las grietas y nos despeina los pensamientos. Es, en realidad, una buena forma de salir de este hoyo, un vendaval que nos pone depie y nos empuja hacia afuera.
Pero entre soltar todo y que todo te arroye hay un pequeño momento en el que puedes existir y expresarte. Un lugar entre las variables que se acomoda a ti sin apresurarte y que responde a tus preguntas con tu misma voz.
Entre soltar y retener; entre fundirte y desaparecer hay un espacio para una relación distinta; un punto medio que va llegando con el tambaleo y la concentración. Con el tiempo y la pràctica, entre el silencio profundo y el movimiento necesario, del alma nace un sonido que serpentea garganta arriba hasta encontrar esta cueva madre, este lugar que lo nutre hasta que resuena. Resuena y rebota siempre un poquito más tenue de lo que empezó hasta que se pierde, como las personas y como los recuerdos, para que un mensaje nuevo en su lugar pueda resonar.
En esta cueva me hallo, en el punto medio del año, conmigo misma y las partes de otros que viven y vivirán en mí. A veces rompo el silencio en ella y a veces acallo el caos. Me sorprende que quepa tanto y tan grande en este lugar metafórico, es como si cada alma que llega lo agrandara por mí.
Se me rompen creencias cada vez que presto atención.
Hay una paz extraña cada vez más amiga.
Sólo el amor sobrevive al cuerpo y sólo las verdades regresan en eco.