Odio los lunes, esta bestia enferma afásica y coja. Odio que vengan irremediablemente a picar a mi puerta y no pueda sino abrírsela de par en par. O a medias. O únicamente un filo por el que apenas cabe una mirada y se cuela todo lo demás.
Pican una y otra vez. Maldito fue el jueves, pero agraciado en su brevedad. Odio los lunes, que se cronifican a cada momento que les permito.
El lunes me duele, y deshilacha mi corazón a mis sabiendas. Es una parte de mi que abate a su otra mitad. Es una manera mal entendida que tengo de entenderme y de no-quererme. Es el ensayo-error que se repite tantas veces como yo lo haga. Es un eco.
Me expongo al lunes una y otra vez y me mino poco a poco, hasta ver si llego al punto en el que, tan pequeña sea, que me permita ser ese poco yo que tengo preparado para existir.
Los lunes me amargan, cada semana un poquito más, para estar un poquito más cerca de mi futura dulzura. Odio los lunes, pero los lunes me quieren a mí.
Incansables, se repiten, brindando cada semana una nueva oportunidad. Para quebrarlos, para sellarlos. Para decidir que no existe tal cosa. Que el sol sale cada día sin nombre. Y se pone a las horas sin rechistar.
Y yo con él, dejo de rechistar, porque de nada me sirve ya. Y suelto la idea agendar cada día y, con ella, la culpa de morder la manzana.
Indiferencio los Lunes.