Hace muchos años, mi abuela y yo estábamos sentadas en las butacas de su buhardilla. Todavía recuerdo aquella silla, por así llamarla, con la misma curiosidad y emoción particular que las cosas extrañas para adultos suscitan en los niños. Era media esfera de mimbre blanco, sobre un pie redondo y simple del mismo material y una nube de cojín perfectamente adaptada a la forma del capazo. Cualquier excusa era buena para yacer ahí, el rato que pudiera. Ese día fue la simple compañía de mi abuela mientras miraba alguna de sus telenovelas grabadas en VHS y seguía con alguna de sus labores.
Aquel día llegó mi primera invitación a tejer. Me enseñó a hacer cadenetas, el nivel 0 de aprendizaje en el mundo del ganchillo. Fracasé estrepitosamente. Apenas estuve algunos minutos intentando encadenar consigo mismo aquel hilo fino endemoniado mediante aquel gancho microscópico, tan sólo perceptible al tacto. Es que creo que no conseguí pasar por mi misma ni de la primera cadeneta.
“Mantén siempre el hilo sujeto sin apretar. La tensión justa, el punto suelto para que no te cueste tejer.” Qué va! Sí conseguí hacer un punto no hubo manera de meter el gancho por medio de los hilos para hacer el segundo.
Mi abuela es un AS del ganchillo y tejía una colcha blanca increíble sólo durante los días de invierno, porque en verano le daba demasiado calor sostenerla en las rodillas. No sé cuántos inviernos le dedicó, pero recuerdo observar como movía rápidamente la vara de metal sin apenas mirar lo que hacía, y como se iban formando filas binarias de puntos rellenos y puntos vacíos.
El misterio se resolvía al cabo de mucho tejer, cuando iban apareciendo los dibujos que ella había imaginado y plasmado línea a línea como una impresora: una tetera, un girasol, un corazón, … Todavía hoy me fascina su maestría.
Pasaron años en los que yo me tenía a mi misma como una negada al ganchillo y todo aquello que se le pareciera y en los que estropeé varios proyectos de punto de cruz, de estos que se compran en pack con instrucciones paso a paso. Tardaba meses en recuperarme de la frustración y lo volvía a intentar, sin éxito, de alguna otra manera que aparentase más fácil.
Unas navidades, con mi madre, decidimos tejer los regalos de navidad en lugar de comprarlos hechos. Nivel 1: Agujas del 10 -enormes-, lana gorda y punto bobo -el más básico que hay-. Hicimos bufandas, es decir, el mismo punto una y otra vez formando rectángulos perfectos.
Pareciera difícil equivocarse en una tarea que no implica nada más complejo que repetir infinitas veces lo mismo que se ha hecho con inmediata anterioridad. Pues ahí estuvo mi abuela identificando aquel punto que, claramente, desentonaba en la bufanda porque no estaba bien hecho. Ese maldito punto solía estar hileras atrás, como a unos veinte minutos de haber estado tejiendo. Yo me lo miraba y ponía a trabajar mi cerebro para encontrar cualquier razón para dejarlo así. No se nota tanto -mentira-, una vez puesta no se ve, si lo toco un poco así lo camuflo. Y antes de poder encontrar alguna buena razón, mi abuela ya estaba tirando del hilo y ovillando los últimos 20 minutos de mi vida sin emoción alguna asociada. O así lo veía yo.
El otro día ovillé un día entero. Yo solita 🙂
Su frase era “si lo dejó así, cada vez que lo mire sólo voy a ver eso”. El poder de un punto, de entre miles.
Así empecé a tejer yo, con dos agujas gordas y sobre la marcha, bufandas XL. Con mi madre al lado respondiendo a mis dudas, acompañando mis frustraciones y riéndose de mis improperios a medida que avanzábamos. Mientras la iaia, en la butaca de al lado, tejía muestras de prueba cuales florituras de museo, sólo para probar si este hilo le iba bien o si quedaba mejor con otra aguja.
No hace tantos años, descubrí el trapillo por una amiga, una modalidad de ganchillo con trapo en lugar de hilo. El nivel sub-cero perfecto para quitarme aquella espinita que me quedó en la buhardilla. A base de vídeos de youtube, esas navidades cayeron regalos para todos en forma de zapatillas, cestos y bolsos. Todo gordo y bobo, pero todo envuelto en amor y rebosante de satisfacción y éxito personal.
Por esos días fui a ver a mi abuela con mi bolsa de labores. “Quién me iba a decir a mí, que de todas, ibas a ser tú la que acabarías haciendo ganchillo”. Soy su última nieta, de 8, y, depende de cómo la pilles, se piensa que sólo soy medio nieta. Pero ese día sané, con ella, mi trauma de cuando (no)aprendí la primera cadeneta.
Curiosamente, me miró mientras tejía aquel trapo gordo amarillo con aquel gancho enorme, haciendo gesto con todo el brazo, y dejó caer que ella no tendría ni idea de como hacer eso. Me enseñó el método para tejer cerrando cada fila sobre sí misma, en lugar de en espiral, para que los bordes queden rectos y alineados. De eso hace unos años, y ahora empiezo a usarlo.
A día de hoy, uso un ganchillo normalillo, hilo ni fino ni gordo y tonteo con dos o tres tipos de punto más allá del bobo. Estoy aprendiendo a tejer con dos colores.
Creo que di el gran salto durante mi embarazo, animada a tejer ropita para la pequeña, me aventuré a prendas más elaboradas que debían ser para un mes y al nacer no le cupo ni un pie. Pero sirvieron para romper el hielo y ahora tejo sobre medidas reales.
Punto a punto: paro, miro el siguiente –qué color toca?– hago el punto –no, no me ha salido bien-, lo deshago sin drama –ahora es más fácil hacerlo porqué el hilo ha dado de sí dejando unos huecos grandes– lo repito –ah, sí…así es como me gusta, así se queda.
No importa lo que esté haciendo ni el material que use, que la regla de oro de mi abuela lo baña todo: mantener la tensión justa. En cada punto busco el equilibrio, noto esa necesidad, sobre todo, cuando me cuesta tejer porque lo he hecho demasiado apretado. Cuando lo consigo, es una delicia deslizar el gancho entre las hebras. El gesto es fácil, el ritmo es ligero, los puntos forman un mosaico perfecto y todo fluye.
Los tiempos han cambiado y me temo que he dejado que youtube sustituya a esa preciosa butaca blanca.
Miro hacia atrás y me doy cuenta de cada paso, del largo tiempo que ha separado cada escalón de este camino, de los cambios que han debido suceder en estos espacios. Me llama la atención –o no– las personas que han tomado parte en cada fase de aprendizaje y de qué manera me han acompañado y lo siguen haciendo. Es curioso como cada proyecto se envuelve de emociones y ritmos distintos, según para qué haya escogido hacerlo. Desde meras copias paso a paso con un video o patrón hasta aventuras propias inciertas de “a ver cómo sale esto que me voy a inventar” o crear. Nada comparado con las colchas de mi abuela, pero tiempo al tiempo.
Ahora que hago mis pinitos, admiro más que nunca sus labores. Intento entender de qué manera se ha ido transmitiendo este conocimiento y estas prácticas de generación en generación, pero mi mente no lo abarca. Lo intuyo como un fenómeno inconmensurable. Siglos y siglos de enredar hilos los unos con los otros de distintas formas, materiales y colores en distintos países, buhardillas y familias.
El mismo gesto
en millones de manos
a lo largo del tiempo
creando cosas distintas.
Cuando lo miró así, me parece que, más allá de enredar un hilo sobre sí mismo, tejer va siendo como vivir.