El dominio prospera, no sólo cuando educamos en él, también cuando nos apartamos de su camino.
Me parecería inverosímil que, tras un atropello mientras cruzaba por un paso de peatones, la gente de mi alrededor me reprochara haber cruzado la calle o me recomendara evitar los coches cada vez que pretenda cruzar. Una puede quedarse toda la vida en la acera, esperando a que le cedan el paso en un sistema montado sobre la superioridad del metal sobre la carne.
Hay códigos establecidos para una buena convivencia entre conductores y peatones, y los pasos de cebra -sin semáforo- representan ese límite borroso en el que la lucha de poder germina como el moho.
Mientras no haya accidentes, todo anda bien. Nadie se escandaliza más allá de una queja en el aire, un brazo alzado o algún que otro bocinazo. Ante un atropello, sin embargo, no existe posición personal que se salve de contribuir a uno de los dos bandos. O reivindicamos el espacio del peatón o nos sumamos al discurso de su indefensión aprendida: andar con más cuidado, ya que no tienes protección frente a tal máquina motorizada -o su conductor-.
Solemos hacer igual ante un abuso, en el momento en que, sin aparentemente desmerecer a la víctima, la invitamos a colocar la responsabilidad del atropello en algo que ella ha hecho o ha dejado de hacer. Incluso, en el hecho de haber prestado -o no- atención, iniciado -o no- una conversación o respondido -o no- a algún tipo de mensaje.
Ya has mirado si pasaban coches? Hiciste algún gesto al cruzar? La próxima vez lleva chaleco reflectante, por tu bien.
Cuando el protagonista de nuestra respuesta es la víctima, el mensaje que damos implica siempre, aunque no sea explícitamente, que ella tomó parte de esa situación de abuso. Hecho irónico, ya que el núcleo mismo del abuso consiste en cegar la percepción del abusado y enmascarar la intención del abusador. La perversidad empieza en el acto y se contagia a las interpretaciones de los observadores que, queriéndolo o no, la perpetúan.
Perdonadme si oso usar este espacio cebreado, este paso definido como peatonal, para transitar por él, sin que ello suponga ningún atropello a ningún otro conductor.
Perdonadme si oso usar este espacio personal, esta vida definida como libre, para decidir en ella, sin que ello suponga ninguna falta de respeto a ninguna otra persona.
La pintura de las líneas blancas se va borrando con el paso del tiempo y el desgaste que las ruedas generan sobre ellas. Y muchos pasos están poco delimitados, nos cuesta verlos como tal. Así que, a lo largo de la vida, cada uno tenemos que decidir en cada situación si ahí hay rayas blancas o no.
Qué es realmente una vida libre? Qué es respeto y en qué momento faltamos a él? Hasta dónde se extiende el espacio cebreado de cada peatón, en el que, supuestamente, está protegido al andar.
Si una anciana va cruzando y un coche, esperando a su paso, va dándole al pedal del gas, pita o directamente se asoma por la ventana “ESPAVILA!” Admiraremos la paciencia del coche, que está esperando al paso -demasiado lento- de la anciana? Reprocharemos a la anciana su paso lento por esa zona que, también, corresponde al coche transitar? Daremos por neutra una situación en la que ambos se sienten ofendidos/agredidos?
Qué debería hacer la anciana? Si nos cogiera de la mano al llegar de su travesía, o durante ella, y nos expresara su – evidente y natural – malestar, qué le responderíamos? Habría alguna parte, por pequeña o sutil que sea, de relativización de su emoción en nuestro discurso? Si así fuera, sin duda sería otro toque más de gas.
Porque el dominio prospera, no sólo cuando actuamos en él, también cuando nos apartamos de su camino.
En un contexto utópico en el que toda emoción se manejara de forma responsable y todos tuviéramos claros los límites necesarios para convivir, nada de esto tendría sentido. No es el caso, y el prisma de la responsabilidad compartida igualitariamente pierde sentido de la misma forma en que se borran las rayas del peatón. No partimos con los mismos recursos, no partimos con todos los recursos, no andamos de forma libre y un atropello de un coche no es lo mismo que una pelea de barro. Primero habrá que ver e integrar esto para avanzar como sociedad.
Por un mundo en el que todos vayamos a pie y todos dispongamos de coche. En el que todos usemos el coche en pro de su utilidad, y si puede ser, compartiéndolo. En el que haya más semáforos que pasos de cebra. Límites claros y transgresiones con nombre. Abuelas lentas por edad y no por género, educación, procedencia o adaptación al cánon, personas tranquilas a su paso y convivientes empáticos con ellas.
Entonces, el gas para acelerar, el claxon para las emergencias – según la norma -, y todos a una para pintar las rayas blancas sobre el asfalto oscuro, para evitar los grises que esconden el dominio como una tierra sin ley.
Las bromas, si divierten.
La crítica, empática.
Lo sutil, bajo prisma.
Lo callado, verbalizado.
Lo hiriente, señalado.
La culpa, desterrada.
La responsabilidad, adulta.
Las entrelíneas, subrayadas.
La fragilidad es lo que necesitamos armar en metal. Los huesos que nos sostienen al andar es la fuerza que mueve el mundo.