Donde vivo hay un jardín de piedras. De estos en los que se cubrió la tierra con un manto herbicida para que no creciera nada.
Hoy estábamos arrancando uno a uno los brotes de hierba que salen entre las piedras. Porque, por suerte, la naturaleza se ríe en la cara de la red herbicida, y pequeños tallos y raíces la atraviesan hasta encontrar la luz del sol.
Remuevo las piedras con los dedos. Aíslo un brote, lo arranco. Remuevo más piedras con los dedos, aíslo un brote, lo arranco. Mi hija me observa. Remueve las piedras con los dedos, aísla un brote, tira de él y lo mete en el mismo cubo en el que estoy metiendo todos los demás.
El sol pica como un día de verano, así que vamos con la piel puesta para nutrirnos de él. Aún así, el calorcito se nos sube a las mejillas. Bendito sol de enero.
El cubo está casi lleno y veo como la niña remueve y amasa las “malas hierbas”, acerca su cara a ellas aspirando por la nariz y dice “mmmmmhhhh”. Y algo dentro de mi ha hecho click.
Milenios de recolección grabados en el ADN mitocondrial que culminan en las puntas de mis dedos enrojecidas y un saco de hierbas malas, para “nada”.
La verdad es que es un trabajo que me genera una sensación de frustración apenas perceptible si no paro a observarme. Es algo que hay que hacer. El jardín es de piedras, no de hierbas, aunque el perro aprovecha cualquier pequeña zona de verde para restregar su espalda entre añoranza y gozo.
Solía atribuir esta sensación de desgana trabajosa a las piedras en sí, o a la condición inerte del jardín, que, en realidad, no es más que una apariencia. A veces he pensado en levantarlo entero y quitar las piedras. Algo que sería lo que se llama “una gran liada”, y lo sé porque lo he vivido antes.
Pero hoy me he dado cuenta de que no son las piedras, y ese gesto de mi hija como si estuviera recolectando verdaderos tesoros gastronómicos me ha llevado a pensar que mi fastidio al cuidar del jardín nace de dos hechos:
- Es estético pero no da frutos.
- No es “mi” jardín.
Y en este punto, ya no se trataba del jardín.