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Samhain I

Samhain se acerca y se vuelve literal conmigo esta vez. Duelos de carne y hueso llenan de expectativas estas horas legendarias en las que dicen que el límite entre los mundos se diluye elevando la percepción hasta flor de piel.

Mañana, solía acompañar a mi padre al cementerio cada año, para visitar las tumbas de mis abuelos y ponerles flores. No tengo en mi memoria recuerdo alguno de ellos como cuerpos, en mi historia fueron y estuvieron de muchas formas pero no puedo decir que conociera de primera mano nada más de ellos que unos nombres grabados en piedra y unas fotos gastadas de ser observadas. Los relatos sobre ellos abundaron en mi vida y así conocí sus sueños, sus sacrificios, algunos de sus momentos más duros en la vida o lo que ellos narraron como tal durante su historia.

Recuerdo cómo se le iluminaba la cara a mi padre al relatar cada anécdota vivida con ellos, como si volviera a ser ese niño travieso, pero desde una ternura adulta reparadora y comprensiva. Supongo que el paso del tiempo y la perspectiva que trae consigo fue suficiente terapia para él y no había en sus historias ni el más mínimo porcentaje de rencor o amargura, a pesar de los innegables conflictos.

Cuento a cuento, sus palabras dieron movimiento a las caras que conocía a través de las fotos y animaron a mis abuelos en mi mente. La forma de vivir que tuvieron ellos y que surgió, a su vez, de sus recuerdos sumados a sus experiencias llegó a mí en forma de valores, sentencias, prismas, afirmaciones:

La fortaleza de emprender que atraviesa los domingos, la brutalidad con la que uno puede desafiar sus limitaciones físicas y negarse a renunciar a la vida a pesar de sentir la derrota y con la derrota a cuestas, seguir andando. El orgullo de pertenecer a un sitio virtual llamado cultura que te enchufa en banda ancha con ciertos valores y personas en un abrazo cálido y familiar, aunque sean desconocidos. La profundidad de las pasiones del alma y el permiso para dejarse llevar por ellas, independientemente de la sociedad o las circunstancias, como aquel que, al escuchar la música, sus pies bailan en puntas y sus ojos se cierran bien fuerte.

Con todo ello, mis abuelos tomaron forma en mi ser, más allá de la piedra que no son y las fotos que ya fueron.

Mañana habría escrito a mi padre para saber a qué hora quedar en el cementerio y seguramente, sentados junto a unas cervezas en el bar de al lado, le habría repetido algunas preguntas de las que me contestó mil veces, para echar leña al fuego de mis recuerdos fantasma sobre mis abuelos y volver a ver esa cara de niño divertidamente transgresor entre sus arrugas y canas.

En su día intenté poner mucha atención a sus respuestas, intentando retener cada detalle de esta rama de nuestro árbol familiar: nombres, ciudades de nacimiento, fidelidades. Como ladrón que llena la bolsa de todo a su alrededor sabiendo que un porcentaje del tesoro caerá por el camino con las prisas, ya entonces intuí que, llegados al momento en el que estoy hoy, no recordaría las historias, pero sí los momentos en los que me las contaba, esas sobremesas que unían la comida con la merienda y que no dejaban espacio al silencio.

Echo de menos eso y muchas otras cosas que todavía no puedo relatar desde la ternura como él hacía conmigo al hablar de su infancia. Observo con curiosidad qué de todo lo vivido viene a mi mente cuando lo echo de menos y lo cierto es que no es la mente, sino el cuerpo, lo que recibe el golpe de ese duelo y lo que reclama aquello que perdimos. O no.

 

 

Sendo honesta, hay partes de este duelo que no corresponden a la persona que murió. Siento conmigo algo que pocas veces reconocí de mi padre en vida. Y son partes de este duelo que no sintonizan con la pérdida, porque eso que tan pocas veces percibí de mi padre en vida, lo siento ahora susurrándome muy adentro de mí, sorprendentemente más vivo y presente.

Despojada de normas, puedo saborear la paz del contexto en el que se fue, descubriendo una de mis sensaciones favoritas de este año. Los percibo juntos, a todos ellos. En esa zona de mi que ni imagina ni tiene pruebas fehacientes, siento a mis abuelos, mi padre, y algún otro personaje de la historia, reunidos y felices. Feroz ironía para mi padre, que me educó en el “después de esto ya no hay nada” mientras una medallita de Jesucristo y la cruz colgaba cada santo día de su cuello desde el día de su comunión.

Yo siempre le bromeaba de vuelta que cuando muriera, se me aparecería en forma de fantasma sólo para decirme que tenía razón, la afirmación que, definitivamente, nunca escuché de mi padre en vida. Él se reía como siempre, disfrutando de que yo le llevara la contraria, como buena aprendiz del maestro.

Este primer Samhain, pongo en orden el armario de mis muertos paternos, y lo siento como el preámbulo de una nueva narrativa más conciliadora que no viene de la mente sinó del cuerpo. Así que abro las puertas al tiempo y voy buscando ratitos para simplemente sentir, llevándole la contraria a ese padre mío racional que tuve y que no era del todo cierto y dejándome liderar por el alma que habita mis carnes.

Más allá de las carnes, de lo vivo y lo muerto, me encuentro como en sueños, navegando entre posibilidades. Más allá de la materia y la creencia, nos percibo juntos.

A todos.

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Autor Anders Norén