Estos días revueltos en espacios limitados se han convertido en un bolso de Mary Poppins. De algo relativamente pequeño está naciendo, poco a poco, un mundo entero.
He pasado algunos días viendo como cada uno escoge su color y lo entona, lo irradia, lo comparte, lo debate. Yo me voy sintiendo día a día más cómoda en el blanco. Por un lado vacía y por el otro con el afán de incluirlo todo: los memes, los aplausos, los recortes, los votos, el silencio, el dolor, el miedo. Incluso el miedo, que parece que repudiamos más que nunca, porque, infundido o no, desde cuándo una emoción necesita ser justificada para ser real? Y para ser acompañada?
Observo como fluimos de una fase a la otra, de una emoción a otra, de una línea de vida a otra radicalmente distinta en cuestión de horas, si no instantes. Y, a ratos, dejo de observar y me sumerjo en la cotidianidad ajena al momento histórico.
Sin embargo, algo permanece en mi: el blanco que, implícito, esconde todos los colores sin ser ninguno de ellos. Es una sensación desapegada emocionalmente pero comprometida con la idea de que no hace falta coincidir para coexistir.
Nada romántico, nada esperanzador, pero tampoco lo opuesto. Como la presencia, que simplemente ocurre sin permisos ni perdones.
No creo que vayamos a unirnos todos cuando todo esto pase, en una especie de despertar o en un despertar de especie.
Creo que ya lo estamos, unidos, y que no hace falta esperar a despertar.
Podemos empezar a andar dormidos.